Hay
relaciones en la familia, el trabajo o la
comunidad que producen bienestar porque nos enriquecen, nos hacen más humanos, alegran y dan sentido
a nuestro paso por este mundo. Son
relaciones que establecemos con personas llenas de dones, personas
optimistas, solidarias, tolerantes… con las cuales es fácil comunicarse o tener sintonía;
incluso son personas con las que podemos
entrar en franca comunicación aún siendo
diferentes, pues la diferencia no supone conflicto, aislamiento o rechazo; en
todo caso, si se produce el conflicto hay capacidad de trascender y continuar
con la relación fortalecida.
Pero
no siempre en la vida nos encontramos con ese tipo de personas y no siempre son
relaciones de crecimiento las que se pueden establecer con todos y todas. Hay
“otros” y “otras” que son agresores, cuyo estilo de relación con los demás es
violento y generador de violencia. El agresor puede serlo de distinto modo: con
el uso del lenguaje irónico o soez, la descalificación del otro, el
enjuiciamiento, el uso de la etiqueta para acosar o hasta el maltrato físico. Estas
personas están en las familias, la escuela, el trabajo, y la comunidad en
general. Las podemos tener de todas las
edades, pues es un patrón de conducta y comunicación que se puede ir asumiendo
desde temprana edad hasta afianzarse en
la adultez.
Aunque
creemos en la tolerancia y el respeto al otro como principio que debe orientar
nuestro estilo de relación con los demás, esto no significa que debemos aceptar
y “aguantar” que el otro sobrepase sus límites y agreda bien sea psicológica,
moral o físicamente. Las parejas, los
hermanos, vecinos, compañeros de trabajo o ciudadanos estamos llamados a vivir
fraternalmente, a alimentar el amor, la
amistad y compromiso por el bienestar de
todos, y eso supone rechazar el abuso del otro, cuando este es agresor o
manifiesta comportamientos agresivos.
He
visto y escuchado historias, algunas de ellas plasmadas en autobiografías que
dan cuenta de cómo sus protagonistas han
sido víctimas de relaciones marcadas por
la violencia, he visto especialmente
como muchas mujeres han mantenido calladas una dominación perpetua con
respecto a sus parejas, por un particular modo de entender lo que es la
tolerancia o lo que es el amor.
Ciertamente,
toda persona necesita de comprensión. Ante un “otro” que agrede, lo primero es entender por que actúa como actúa, de dónde
nace su reacción, su ironía, su violencia, esto nos permite comprender que
probablemente la persona ha sido víctima de agresiones en su propia historia de
vida, tiene heridas no sanas que afloran inconscientemente en sus actitudes, por
tanto, ante ello, no podemos colocarnos en situación de ataque a la persona,
seguramente ella misma sentirá rechazo de sus propias reacciones, o no
comprenderá por que las asume y mucho menos cómo encausarlas. Necesitamos
rechazar la acción violenta, no a la persona en si misma. Para ello también es
importante lograr ver sus dones, sus cualidades y que la persona también pueda
reconocerlas.
Pero
la comprensión no basta, un segundo paso es ayudar al otro para acompañarle a concienciar su actitud y la incidencia que la
misma tiene en los demás; una vez más para ello es fundamental el diálogo
sincero y respetuoso. Mal podríamos ante
un insulto responder del mismo modo, pues esto es justamente lo que el otro
espera para seguir su escalada de maltrato. Es necesario sobreponernos a la
reacción primaria para trascender y ubicar la actitud del otro. Esta ayuda
también puede implicar la búsqueda de orientación profesional, en el campo
espiritual, psicológico o de salud, pues muchas veces se necesitan herramientas
más amplias de ayuda, que sobrepasan nuestra posibilidad. Cuesta mucho aceptar
que esto es necesario, supondría aceptar que “solo no puedo” y, en un falso
imaginario, aceptar que “estoy enfermo o loco”. Por ello, el desenlace de
relaciones con agresores sería ideal si quien agrede cae en cuenta de su actitud
y de lo que genera su estado para proponerse la enmienda; si quien necesitando la ayuda la acepta
y la sigue; pero lamentablemente, muchas veces no es esto lo que ocurre.
Si
reiteradas veces un marido agrede, un compañero insulta, un hermano enjuicia,
un jefe acosa, o una madre golpea; si
reiteradas veces el círculo agresión, arrepentimiento, perdón, agresión se
repite manteniendo a la víctima en situación de maltrato, o el abuso de poder
se sostiene; entonces ya no basta el
diálogo, ya no basta la orientación, hay que transitar el camino del derecho,
de la defensa legal con la intervención de un árbitro. A veces nos sentimos
reacios a considerar este elemento, especialmente quienes creemos que “el amor
todo lo puede”, pero hay situaciones en las que se hace necesario ayudar a
crear las condiciones para evitar que quienes no han descubierto el amor,
mientras lo hacen, no tengan armas para anular moral, afectiva o físicamente a
los demás.
Ante
relaciones absolutamente insanas, que nos producen malestar espiritual , físico
y moral, cuando la esperanza de cambio se extravía, lo mejor es la distancia.
Hay distancias que salvan relaciones, distancias que mantienen vivas a las
personas, es una manera de autoprotegerse del agresor, por ello, si la
distancia ayuda, es mejor darle la
bienvenida.
Cuando
el otro es agresor: comprendamos su violencia, ayudemos a sanar, resaltemos lo
positivo, los dones que seguramente tiene, sigamos tratándolo como a un hermano, para los
cristianos eso sería poner la otra
mejilla; pero aprendamos a protegernos y defendernos, cuando ese otro, reiteradamente
lastima, eso también es de cristianos.
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