Cuando supe de
la muerte del presidente, estaba en la calle, con un celular descargado y sin
acceso a las redes. Al poderme conectar, entré en twitter y el primer twett que
se me puso a la vista fue: “Dios: te devolvemos el problema que nos enviaste.
Muere Chávez”. Así como esa frase, llovieron otras tantas. La verdad que no
estoy segura si lloré en silencio por el dolor de la pérdida prematura de un
líder que revolucionó la vida del país (y en este punto aclaro que no he sido chavista), o por recibir, una vez más,
la bofetada de un odio que carcome nuestra nación como el cáncer que se llevó a Hugo Chávez
Frías la tarde del 5 de marzo. Han
pasado varios días… las descalificaciones no cesan, ahora toman un nuevo aire
mucho más cruel y directo ante la nueva coyuntura electoral.
Cada día que
pasa constato: vivimos tiempos de vacío espiritual. Tanta religión, tanto
santero, tanta nueva era... ¿nos ha
alimentado realmente el espíritu? Porque cuando nos reímos del dolor de otro,
cuando celebramos la muerte de una persona en medio del llanto de quienes lo
sufren, estamos reflejando la terrible oscuridad
en la que andamos. No lo digo solo por algunos sectores de una oposición ciega,
radical en su intolerancia. Lo digo también por un gobierno que delata su
pequeñez cuando no concede una medida humanitaria a un preso enfermo, o que no
otorga protección a quien rogó por su vida para terminar más tarde impunemente
asesinado, o que utiliza un cuerpo y su memoria para hacer campaña electoral. Lo
digo incluso por quienes denuncian la inexistencia de Dios en el otro y no ven
su propio vacío; por quienes han creado y siguen creando ídolos a nuestra pobre
medida: el status, el dinero, el poder, el miedo. Por quienes son capaces de festejar
y montar grandes shows alrededor del asesinato de un animal indefenso y otros
tantos detalles inmensos que dan cuenta de un humanismo ausente. Vacío
espiritual que vivimos, viven unos y otros y que transmiten en sus
lenguajes, actitudes y discursos multiplicando en sus seguidores la
monstruosidad de un modo inhumano de ser, lamentablemente copiado por muchos.
Necesitamos liberarnos
del miedo al otro, del apego al poder y la omnipotencia del “hombre”, del afán
de imponer la verdad propia que no da espacio a la escucha. Necesitamos alimentar
una espiritualidad para el ciudadano común, espiritualidad posible hasta para
el que no cree en Dios; porque cada quien, desde su credo, puede sembrar vida,
o por el contario, multiplicar la maldad. Una espiritualidad que nos ayude a
trascender las tragedias, trabajar en sueños y proyectos comunes, mirar más
allá para descubrir lo que nos une y ser capaces de tender puentes. Espiritualidad para una vida simple, para
actitudes de bien que, en silencio, permitan construir grandezas. Espiritualidad de la unidad, que nos ayude
a vernos como iguales, como hermanos, aunque seamos opuestos. Espiritualidad de
redención de los históricamente indefensos: los pobres, los niños, las mujeres,
los ancianos, los distintos... no para crear nuevas esclavitudes o nuevos
execrados, sino para dar cabida a todos y todas, con sus nombres y apellidos.
Podemos ser
testimonio vivo de apertura y
flexibilidad para el encuentro con el misterio del otro; constructores de fraternidad
o, al menos, de la convivencia mínima necesaria que nos permita compartir en
equidad y justicia un mismo espacio geográfico e histórico. Caminar en esta dirección supone unos mínimos:
el esfuerzo de comprensión de la realidad y sus distintos escenarios y sujetos,
el esfuerzo de diálogo como camino para los acuerdos que ayuden a superar la
crisis que vivimos, la disposición para ver la basura y las bondades, tanto en
los ojos del oponente, como los de mi bando. Quizá necesitamos también unos
máximos: una voluntad política y ciudadana
gigante para no reaccionar con odio ante el odio, para abandonar el interés particular y pensar
en el país, perdonar las ofensas y no hacernos eco de ellas.
En este tiempo
que vivimos, este tiempo de una Venezuela que duele, tendremos que hacer un gran esfuerzo por sacar
lo mejor que tenemos guardado en el alma, abrir las puertas a las bondades para
ofrecerlas por un país, una sociedad que sea expresión de la riqueza propia del
espíritu que nos une. Esto se aprende, no sale de la nada, es nuestra
corresponsabilidad aprenderlo y enseñarlo.
Me aferro a la
esperanza de que sí vamos a poder levantarnos, que sí pueden crecer voces
distintas en medio del tumulto, que sí nacerá la cordura porque no dejaremos
morir nuestro espíritu, ese capaz de ver en el otro un hermano con el mismo
derecho que yo a una vida digna, con talentos y miserias, igual que yo, para
hacer patria. Este es mi credo, este es mi acto de fe.
Muy buena Reflexion Beatriz.
ResponderEliminarExcelente reflexión amiga Beatriz! es la hora de la fraternidad o por lo menos del respeto.
ResponderEliminarSecundo cada una de tus palabras, Beatriz, y las comparto en otras redes.
ResponderEliminarAgregaría, como bonus track, a ese credo o sueño de país, un país en el que no tengamos que "aclarar" de qué tendencia política somos para de alguna manera prevenir al que lee la naturaleza de nuestra opinión.
Un abrazo fraterno!