“Dos amigos querían ver el amanecer
y decidieron pasar la noche a orillas del mar para disfrutar de la belleza de
ese momento. Mientras transcurría el tiempo conversaban sobre cómo imaginaban
que sería el amanecer. A uno le parecía que sería como un canto de pájaros
rojos, naranjas y amarillos que derramaban su colorido sobre la tierra; al otro
en cambio, se le ocurría pensar que sería como si la mano de Dios dejara entre
las nubes un círculo incandescente cuya luz bañaba las aguas. Mientras
hablaban, a cada uno le parecía absurda la imagen del otro y comenzaron a
discutir. Cada uno trataba de convencer al otro de lo inapropiado de su imagen.
Como no se ponían de acuerdo, pasaron de la conversación a la pelea, que poco a
poco dejó de ser sólo verbal, para convertirse también en corporal. Se
insultaron, golpearon...y hasta llegaron a arrancarse los ojos. Mientras esto
ocurría la luz empezó a bañar las aguas del mar, se escuchaba el canto de los
pájaros y el cielo era un mosaico de colores. Pero los amigos, postrados en la
arena, ya no tenían ojos para ver la belleza de aquel amanecer”.
Muchas veces actuamos como los
amigos de esta historia que escuché hace tiempo. No aceptamos al otro como es,
con su manera de pensar, sentir o actuar. Cuando nos encontramos con la
diferencia, en lugar de comprenderla, la negamos e imponemos nuestra manera de
ver las cosas. No logramos comunicarnos con el otro porque no escuchamos,
y hasta somos capaces de asumir actitudes destructivas con tal de imponer y ganar.
Empezamos de a poco: desacuerdos, discusiones, peleas, insultos... y vamos
incrementando hasta llegar a estadios mayores de violencia, donde no se
descarta ni la misma muerte.
No es exageración. Así empiezan los
conflictos, los grandes y los pequeños, los que vivimos en nuestro entorno y
los de más lejos. En muchos de ellos impera una misma actitud: la imposición de
nuestra verdad, necesidades, ideas, sentimientos, intereses... sobre los demás;
el deseo de dominación y ambición, la colonización manifiesta en las relaciones
humanas y en las formas de funcionamiento social, económico y político. El otro
no existe o es enemigo, importa mi partido, mi religión, mi bienestar, mi
estatus, mi poder. Cuando se entra en la dinámica de la intolerancia, del
egocentrismo exacerbado y la imposición del “yo”, la violencia se hace
procedimiento, entonces, nada importa… ni
siquiera la muerte, ¡hasta se le encuentra sentido!
Nos ahogamos en violencia. Violencias
directas e indirectas, personales y sociales, coyunturales y estructurales.
Parte de la raíz de todas ellas está en las personas: tenemos el espíritu
enfermo por la falta de paz en el corazón, de esa paz que produce desapegarse
del poder, el afán de lucro, los miedos, heridas del pasado y prejuicios,
desapegarse del fundamentalismo del “yo” para dar cabida a lo común, al otro;
esa paz que hace posible no derrumbarse ante un insulto o maltrato o liberarse
de las cadenas que impone la cultura; esa paz que hace capaz de desear bien y
tratar con respeto al otro, aunque piense contrario, o de poder ver el amanecer con aquel aunque lo perciba
distinto.
Esa raíz de la violencia también se
expande y se enreda en las estructuras injustas de nuestras sociedades
reproductoras de la pobreza y desigualdades entre los seres humanos,
reproductoras de un modo de relación destructivo de la naturaleza y de las
personas. Gandhi decía que "la primera condición de la no violencia es la
justicia en absolutamente todos los aspectos de la vida", mientras haya
injusticia, mientras haya imposición, pobreza, exclusión, destrucción de la
vida en cualquiera de sus manifestaciones, mientras los mínimos de una ética para la vida colectiva no se
respeten y la impunidad se deje correr por las venas de nuestro sistema, la paz
quedará lejos de la dinámica social.
La raíz del problema de
violencia es profunda y compleja, por ello no se combate con remedios puntuales,
no se termina con nuevos gobiernos (especialmente si mantienen prácticas
generadoras de violencia o actúan del mismo modo que critican), ni con más
policía o control aunque esto sea necesario. Si no abrimos distintos frentes
para atender raíces y aristas, esta batalla la perderemos. Si al DISCURSO sobre
paz no le ponemos ACCIONES de paz, verdadera voluntad personal y política el
futuro no reportará cambios, no lograremos tener una patria segura y mucho
menos pacífica.
La educación entra en este escenario,
no como accesorio, sí como fundamento. Requerimos de una educación para la
construcción de paz más allá de los centros educativos, una educación contundente
que involucre la sociedad toda, enfocada en la recreación del ser, en la
ruptura de la lógica del poder maniqueo y del egoísmo, para abrirnos a la
lógica de construcción de la comunión, del diálogo y resolución de conflictos.
Necesitamos de mejores seres humanos que aniden la paz en su alma y tengan
mejores herramientas para recrearla permanentemente, de mejores instituciones,
medios, políticas… enfocadas hacia la creación de la paz necesaria y su
sostenibilidad, pues sabemos: somos seres y sociedades inconclusas, la paz no
la hacemos propia para siempre.
Necesitamos sumar ciudadanía para
esta orientación, para una mejor aldea y para un mejor mundo. La tarea que
tenemos es del tamaño de las nuevas amenazas de guerra, de la cifra de
asesinatos anuales que tenemos en nuestro país o de las agresiones que vivimos
o presenciamos en la vida política y social. La violencia se combate de raíz y
se vence con paz. Empecemos en nuestros pequeños espacios, esos en los que
tenemos absoluta soberanía y hagamos eco, sumemos voces que silencien los
gritos de tanto odio.
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