¡BIENVENIDOS (AS)!

Educar en valores es una tarea trascendente y urgente. Este espacio quiere ser una pequeña
ventana abierta para aportar en este
camino extenso y difícil.
Mantengamos encendida esta llamita porque, junto a otras,
podemos hacer fogata.

domingo, 24 de marzo de 2013

San Romero



1980-2013, 33 años del asesinato de Monseñor Romero, San Romero de América, pastor y mártir, bautizado así por la palabra perfecta de  Pedro Casaldáliga, asumido así por el pueblo salvadoreño a quien Monseñor acompañó en una terrible época de guerra civil,  olvido, pobreza total y masacres, cuyos gritos aun no se silencian.

San Romero de América, su homilía no murió a pesar de la bala acertada que le segó la vida; sigue resucitando más allá de las fronteras del suelo donde sembró su sangre, dejó el país para expandirse por toda la patria grande: la América semejante, una vez más, en la historia común de crueles dictaduras que plagaron de muertes y desaparecidos este continente. Romero vive en todo aquel que lleva, hasta los confines, la opción radical por el pobre, en todo aquel que sigue a Jesús de Nazaret  en el vivir construyendo su mensaje.

Ya Romero es Santo, el pueblo salvadoreño lo canonizó el 24 de marzo de 1980 cuando cayó abatido por la intolerancia de la hegemonía de los poderes instalados en El Salvador. El pueblo latinoamericano lo canonizó, muy por encima de lo que El Vaticano pudiera juzgar, porque comprendió cómo fue testimonio de un Dios encarnado en la vida de los que sufren para dar esperanza en medio de las tragedias,  una esperanza que lucha, denuncia atropellos y anuncia bienaventuranzas a los sencillos.

Romero se transformó para hacerse uno con los pobres, hizo de su homilía la escucha y la voz del pueblo a  quien se le mutilaba la palabra y la vida. Hacer presente a Dios en medio de una guerra implicó el mandato categórico “En nombre de Dios ordeno: ¡cese la represión!” mandato pronunciado en aquella homilía insoportable para los causantes de tanto dolor, palabra valiente, segura, sin miedo en sus letras, a viva voz sabiendo la amenaza de la muerte. Romero terminó como el Cristo crucificado, sentenciado por los poderes, incomprendido por parte del clero que interpretó su compromiso cristiano como ideológico; por eso, aunque aún no hayan decidido canonizarlo, ya lo está en el corazón que mantiene viva su memoria, a pesar del transcurrir del tiempo, porque como él mismo dijo, resucita en su pueblo.

El Vaticano tiene una deuda inmensa con el pueblo creyente de América Latina, con comunidades eclesiales que han donado la vida al lado de los excluidos, con religiosos y religiosas que padecieron martirio en medio del silencio de la alta jerarquía eclesial, una jerarquía que sentenció la teología de la liberación y amordazó algunas de sus voces más diáfanas. La imagen del Papa Juan Pablo II frente a Ernesto Cardenal arrodillado a sus pies mientras lo señalaba enérgicamente dio la vuelta al mundo para dejar claro que el Vaticano no respaldaba ese genuino movimiento de iglesia, movimiento que entendió: la fe no puede ir de espaldas a la injusticia padecida por las mayorías pobres del continente. El Vaticano adeuda la canonización de Romero, en el marco de esas otras deudas que tienen de fondo un mismo sentido: la incomprensión del seguimiento fiel a la vida, mensaje y estilo de Jesús de Nazaret aquí y ahora.

Aunque de hecho ya algunos lo nombremos Santo, en efecto la canonización de Romero sería una señal singular de un viraje en la iglesia católica, una vuelta hacia la opción por los pobres, un punto sobre una “i” mayúscula,  indicador de que una nueva brisa sopla para recordarnos que Jesús nació pobre entre los pobres, anunció la buena nueva, no desde la comodidad y la distancia, si no en el caminar con los sencillos. Una esperanza corre por las venas de esta América, ojala el nuevo Papa Francisco I pueda comprender el sentir de buena parte de la iglesia latinoamericana; comprender, con el corazón puesto en esta tierra, el deseo de numerosos feligreses de ver reconocida la vida santa de un pastor y mártir que fue transformado por el amor compasivo, no ideológico, entregado hasta más allá de los límites de la muerte; el deseo también de sentir una iglesia mas parecida a los compañeros que siguen a Jesús y se hacen instrumento para la construcción del amor de Dios en esta tierra.

miércoles, 20 de marzo de 2013

Abuso e Irracionalidad


La campaña electoral en Venezuela raya en el abuso y la irracionalidad. Una campaña mesurada, no abusiva, supone seguir los procedimientos ajustados a nuestra constitución y leyes. Cumplir con el reglamento es básico,  no hacerlo revela una lógica de excesos que salpica todo proceso, pues no se respetan las condiciones para participar con equidad, para poner un orden mínimo que permita que las cosas funcionen en un marco normativo claro.  No separarse de un cargo público para ser candidato, adelantarse a la campaña obviando las fechas planteadas, hacer uso inadecuado o aprovecharse de recursos, estructuras, personas, medios… son ejemplos de un abuso peligroso. ¿Para qué se colocan las normas si no van a respetarse? Es claro que en Venezuela se tienen, en muchos casos, para demostrar quién tiene poder, para interpretar su contenido según el interés del sujeto  que las necesita.  Es peligroso esto, no solo porque la ilegitimidad se hace costumbre, sino porque nuestra generación joven está aprendiendo a vivir en una tierra sin ley; lamentablemente, después recogeremos tempestades, nos rasgaremos vestiduras cuando, irremediable, nos golpee la anarquía sembrada.

Lo racional en una campaña electoral  sería pensar los problemas y proponer caminos para superarlos. Lo racional sería presentar argumentos que van a hacer pensar al electorado que un candidato determinado es la mejor alternativa. Pero, ¿qué ocurre aquí? Ocurre que las estrategias que están marcando pauta en la campaña son las de anulación de las personas, no la de presentar proyectos para  resolver los problemas. Para anular las personas es bienvenida la acusación, el insulto, el rumor, la burla, el encasillamiento, la humillación y el maltrato con el lenguaje violento que le hace juego.  El ataque a las personas es una de las falacias, a mi juicio, más graves de la argumentación, absolutamente destructiva; es la inexistencia del argumento, y sin argumento, no hay razón. Esto es terreno fértil para el enfrentamiento. Aquí también nuestros jóvenes aprenden de nuestros líderes: quien insulta más, quien habla con más gritos, quien humilla y es más cínico, ese es el mejor.  Si esto es lo que se siembra, pues también recogeremos tempestades a la vuelta de no muchos años.

¿Cuánta acusación falsa ha lanzado como metralleta la oposición, cuánto insulto ha propinado el oficialismo? Vendría bien un análisis del discurso para detectar cuánta palabra se pronuncia en este sentido, sería un análisis que seguramente produciría desconsuelo a quienes deseamos otro modo de hacer las cosas, otro discurso. Oposición y oficialismo, así, sin nombrar líderes; porque, es lamentable, hay un público seguidor reproductor de tales acusaciones e insultos, un público que disfruta, como el típico que, en una pelea de puños, aúpa a los contrincantes a que se den más duro porque es muy “chévere” ver como se destrozan, y no sólo eso, sino que también aprovecha para lanzar lo suyo. Lo peor del caso es que ninguno siente que se equivoca, por tanto, ninguno rectifica.

 Estamos en una carrera desesperada por el poder, esto no es condenable, pues en la política la pureza no existe, el poder es el objetivo y hacia allá se enfilan las baterías, hacia allá se va con “todo”; PERO esto no puede ser a costa de lo que tenemos que soportar las mayorías que deseamos una Venezuela pacífica. No es pureza lo que pedimos, es respeto, es reconocimiento del otro. La polarización está cercenando nuestra vida cotidiana, porque los políticos trasladan al ciudadano común sus  modos de abordar la política, y la estrategia es seguir alimentando el desencuentro; aunque por momentos existe un llamado a la unidad, este llamado es absolutamente vacío, es palabra hueca, porque no está acompañado de sinceridad y, sobre todo, de actitudes y acciones.

En este mes, y en los tiempos posteriores a los resultados del 14 de abril, el empeño debe estar orientado a seguir y defender lo que cada uno considere adecuado, pero desde el respeto a las bases jurídicas que establece nuestra constitución, sin abusos, en equidad. El empeño debe estar en proponer alternativas para  resolver los graves problemas que tenemos, desde la razón y no desde la reacción; ¿por qué no?: manteniendo las bondades de la revolución bolivariana, sin mezquindades, convocando los talentos de todos los venezolanos, sin mezquindades. Para ello, necesitamos un modo distinto de hacer campaña que, en sí misma, de pasos de superación de la polarización, porque este camino de desencuentro nos empaña a todos y todas, nos mantiene sumergidos en un abismo.

En estos tiempos de campaña va a ser imperativo un PACTO DE PAZ, más temprano que tarde será necesario, un pacto que implique unas actitudes y unos acuerdos en función del reconocimiento y respeto de todos los venezolanos, porque nosotros, los ciudadanos comunes, tenemos derecho a tener líderes que entiendan lo que queremos las mayorías, tenemos derecho a tener vecinos que puedan dialogar, derecho a unas redes sociales y medios de comunicación que no se conviertan en selva de improperios, derecho a exigir de nuestros líderes revisión de sus procedimientos si en realidad piensan en Venezuela.  Aquí no queremos más odio, entiendan, no siembren más vientos, porque no queremos recoger tempestades.

lunes, 11 de marzo de 2013

Espiritualidad para los opuestos



Cuando supe de la muerte del presidente, estaba en la calle, con un celular descargado y sin acceso a las redes. Al poderme conectar, entré en twitter y el primer twett que se me puso a la vista fue: “Dios: te devolvemos el problema que nos enviaste. Muere Chávez”. Así como esa frase, llovieron otras tantas. La verdad que no estoy segura si lloré en silencio por el dolor de la pérdida prematura de un líder que revolucionó la vida del país (y en este punto aclaro que no  he sido chavista), o por recibir, una vez más, la bofetada de un odio que carcome nuestra nación  como el cáncer que se llevó a Hugo Chávez Frías la tarde del 5 de marzo.  Han pasado varios días… las descalificaciones no cesan, ahora toman un nuevo aire mucho más cruel y directo ante la nueva coyuntura electoral.

Cada día que pasa constato: vivimos tiempos de vacío espiritual. Tanta religión, tanto santero, tanta nueva era...  ¿nos ha alimentado realmente el espíritu? Porque cuando nos reímos del dolor de otro, cuando celebramos la muerte de una persona en medio del llanto de quienes lo sufren,  estamos reflejando la terrible oscuridad en la que andamos. No lo digo solo por algunos sectores de una oposición ciega, radical en su intolerancia. Lo digo también por un gobierno que delata su pequeñez cuando no concede una medida humanitaria a un preso enfermo, o que no otorga protección a quien rogó por su vida para terminar más tarde impunemente asesinado, o que utiliza un cuerpo y su memoria para hacer campaña electoral. Lo digo incluso por quienes denuncian la inexistencia de Dios en el otro y no ven su propio vacío; por quienes han creado y siguen creando ídolos a nuestra pobre medida: el status, el dinero, el poder, el miedo. Por quienes son capaces de festejar y montar grandes shows alrededor del asesinato de un animal indefenso y otros tantos detalles inmensos que dan cuenta de un humanismo ausente. Vacío espiritual que vivimos, viven unos y otros y que transmiten en sus lenguajes,  actitudes y discursos  multiplicando en sus seguidores la monstruosidad de un modo inhumano de ser, lamentablemente copiado por muchos.

Necesitamos liberarnos del miedo al otro, del apego al poder y la omnipotencia del “hombre”, del afán de imponer la verdad propia que no da espacio a la escucha. Necesitamos alimentar una espiritualidad para el ciudadano común, espiritualidad posible hasta para el que no cree en Dios; porque cada quien, desde su credo, puede sembrar vida, o por el contario, multiplicar la maldad. Una espiritualidad que nos ayude a trascender las tragedias, trabajar en sueños y proyectos comunes, mirar más allá para descubrir lo que nos une y ser capaces de tender puentes.  Espiritualidad para una vida simple, para actitudes de bien que, en silencio, permitan construir grandezas.    Espiritualidad de la unidad, que nos ayude a vernos como iguales, como hermanos, aunque seamos opuestos. Espiritualidad de redención de los históricamente indefensos: los pobres, los niños, las mujeres, los ancianos, los distintos... no para crear nuevas esclavitudes o nuevos execrados, sino para dar cabida a todos y todas, con sus nombres y apellidos.

Podemos ser testimonio vivo de apertura  y flexibilidad para el encuentro con el misterio del otro; constructores de fraternidad o, al menos, de la convivencia mínima necesaria que nos permita compartir en equidad y justicia un mismo espacio geográfico e histórico.  Caminar en esta dirección supone unos mínimos: el esfuerzo de comprensión de la realidad y sus distintos escenarios y sujetos, el esfuerzo de diálogo como camino para los acuerdos que ayuden a superar la crisis que vivimos, la disposición para ver la basura y las bondades, tanto en los ojos del oponente, como los de mi bando. Quizá necesitamos también unos máximos: una voluntad política y ciudadana  gigante para no reaccionar con odio ante el odio,  para abandonar el interés particular y pensar en el país, perdonar las ofensas y no hacernos eco de ellas.

En este tiempo que vivimos, este tiempo de una Venezuela que duele,  tendremos que hacer un gran esfuerzo por sacar lo mejor que tenemos guardado en el alma, abrir las puertas a las bondades para ofrecerlas por un país, una sociedad que sea expresión de la riqueza propia del espíritu que nos une. Esto se aprende, no sale de la nada, es nuestra corresponsabilidad aprenderlo y enseñarlo.  

Me aferro a la esperanza de que sí vamos a poder levantarnos, que sí pueden crecer voces distintas en medio del tumulto, que sí nacerá la cordura porque no dejaremos morir nuestro espíritu, ese capaz de ver en el otro un hermano con el mismo derecho que yo a una vida digna, con talentos y miserias, igual que yo, para hacer patria. Este es mi credo, este es mi acto de fe.