Una
pareja de esposos conversaban. El contaba sobre su último viaje y decía a su
compañera:
- Me
ocurrió algo extraño, una mujer muy bella entró a mi habitación y me pidió
pasar la noche conmigo.
La
esposa tuvo un pequeño sobresalto, sin embargo esperó tranquila el desenlace de
la anécdota. El esposo continuó relatando:
-Yo
la despedí de la habitación, diciendo que no podía tener nada y, entonces, resulta que la
mujer creyó que era Gay.
La
esposa sintió alivio y al mismo tiempo beneplácito pues pensó que ¡claro!, no
podía pasar la noche con otra mujer, pues la amaba a ella. Mientras tanto, el
esposo siguió…
-No
se lo dije, pero no puedo poner en
riesgo mi prestigio; si me encuentran, o
se dan cuenta de esa situación, pues… yo quedaría muy mal parado, especialmente
por el cargo que ocupo y mi imagen, realmente fue una tentación, pero ...
La
esposa quedó sin palabra ante aquella declaración de desamor.
Sin
duda este episodio es casi una apología para, entre otras cosas,
comprender lo que supone el lugar del
otro (a).Cuántas veces no hemos actuado o hablado sin considerar quién es la persona que me oye u observa y
cómo recibe mi palabra, gesto o actitud. Muchas veces el egoísmo nos ciega, imponemos
el YO y anulamos al otro, lo ignoramos;
ni remotamente percibimos lo que una palabra, gesto, o silencio puede generar
en él o ella. Erigimos el ego, en su
esencia dominante, cuya mirada se centra en lo propio, lo mío: mi idea, mi
rabia, mi alegría, mi dolor, mi religión, mi partido, mi sueño, mi gusto, mi
credo… nada hay más allá de los límites de mi terreno. Hasta creemos que si
tenemos la verdad, tenemos también el derecho de irrespetar a quien , pensamos,
no la tiene, entonces en aras de la verdad, maltratamos la persona.
No
es que seamos perversos, o tengamos el propósito de herir a otros como
consecuencia del ser malévolo que somos, no; simplemente no tenemos consciencia
de lo enquistado que se encuentra ese YO en nuestro cuerpo, alma y mente. No
nos damos cuenta de que caminamos sin mirar, sin escuchar, sin oler, sin
percibir el mundo y aquellos que allí están conviviendo con nosotros. No hemos
aprendido la empatía, es decir, la capacidad de ponernos en los zapatos del
otro, en el lugar del otro, en su ser.
Y
este asunto va más allá de las parejas, como la de esta anécdota donde el
esposo jamás pensó en la lectura que haría su esposa sobre lo que le contaba:
“No me ama”, y que esta lectura iba a ser absolutamente distinta a la de él: ”tengo
derecho a una aventura, solo que no me conviene”. No hizo falta ningún grito,
ni golpe, ni insulto, para que uno de ellos se sintiera ofendido. Así ocurre también
con el docente que compara a un estudiante con otro para decir que uno es
mejor, el político que sólo escucha a los que están de acuerdo con él, o el
sacerdote que regaña a quien confiesa su pecado; estos receptores son “otros”
negados que de seguro sembrarán resentimientos, que pueden llevar al
desmoronamiento de la interrelación, si no se abre camino al diálogo y
verdadera comunicación.
Necesitamos
aprender la empatía y para ello necesitemos aprender a callar, aprender
el silencio y agudizar la observación que permita conocer al otro, aprender la
escucha no solo de su palabra sino también de otros lenguajes que van pegados a
su cuerpo. Aprender a pensar siempre qué puede sentir, creer, interpretar la
persona que va a escucharme o con la que voy a interactuar, para entonces poder
comunicarme, siendo YO, pero con respeto a él o ella.
No
se trata de autonegarnos, o vaciar nuestro propio mundo, sino de reconocer que los otros existen, están
allí con su identidad, con su biografía,
tienen derecho a ser y a no ser avasallados. Es verdad que el otro siempre será misterio,
nunca se revelara del todo; pero sí podemos abrir el corazón para acercarnos, porque entre otras cosas,
desde esa apertura, ya nada de “MI” permanecería intacto, porque el otro,
aunque no lo perciba, me alimenta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario